Esta soy yo hace 6 años.
A lo largo de nuestra vida, tenemos muchos renaceres. Y para mí, quizás el primero más importante fue en el 2014. Cuando a los 23 años, en una cita médica, me dijeron que mi peso estaba avanzando tanto que podía perder la posibilidad de ser madre para el resto de mi vida.
Hasta ese momento, no había considerado ser madre, o si podría alcanzar ser una buena madre, pero poder perder esa posibilidad me hizo abrir los ojos a varias cosas.
Sí, quería desde entonces ser madre y tener un hijo hermoso si la vida me lo permitía, y sí quería una vida plena que valiera la pena contarle, pero tenía miedo (si las agujas me dan miedo, imagínense pensar en un bisturí). Hasta ese momento, había recibido diversas recomendaciones de cirugías que yo sentía eran estéticas y por eso no aceptaba. Pero sinceramente, mi estado de salud no era solo algo estético. Acudía a más especialidades médicas que personas mayores, y mi pronóstico de vida llegaba a menos de los 40 años. Me dolía el cuerpo todo el tiempo, y hasta agacharme a recoger algo del suelo era un suplicio para mi. No pude bailar por años a pesar de que amaba hacerlo, de hecho, caminar 15 minutos en un centro comercial me dejaba heridas en las entrepiernas. Comprar ropa no era un momento divertido para armar un estilo propio, sino el estrés de poder encontrar, donde fuese, ropa que simplemente me sirviera. Era invisible para muchas personas y los gritos grotescos de hombres por las calles me herían, a pesar de que fingía no escucharlos. Salir con mis amigos era agotador, estar parada, moverme, así que empecé a preferir pasar más tiempo en casa. Y así, de a pocos, a pesar de seguir riéndome todo el tiempo y escuchando a todos los que quería cuando me necesitaban, me fui marchitando. Las fotos me dejaron de gustar, porque encontraba tristeza siempre en mi mirada y es que me sentía atrapada en un cuerpo que no dejaba fluir mis movimientos, ni mi energía, ni mi personalidad.
Podrá sonar exagerado, pero en mi experiencia personal, son muchas las personas que aún tienen muchos juicios respecto a la apariencia física y que priorizan únicamente eso en diversos tipos de relación.
Me tomé unas semanas para evaluar la última cirugía que me propusieron y mi vesícula dejó de funcionar. Sentí como mis órganos se iban deteriorando a pesar de mi edad, por lo que decidí tener las dos intervenciones a la par.
Yo no decidí intervenirme para ser más “bonita”, ni si quiera evalúe esta posibilidad. Yo solo quise una vida más saludable y longeva, que no hiciera sufrir a mi familia y me permitiera conocer al hijo que quiero tener. Yo quería bailar, hacer yoga, trekking y dejar de sentir dolor físico y emocional. Uno de mis grandes sueños, era que alguien me abrazara con tanto amor que me levantara del suelo. Probar nuevos deportes, vivir mi vida con libertad, pero para eso el primer paso era tener una libertad física que no tenía.
Al decidir intervenirme, me di sin saber una nueva oportunidad de vida. No sentí miedo hasta ese mismo día en la mañana, mientras me hacían esperar en la habitación, y me vendaban las piernas para proteger mi irrigación.
Hasta ese entonces, prefería guardar mis preocupaciones solo para mí y no lastimar a los demás. Así que solo una amiga supo del miedo que sentí, “no seas gallina” me decía Vicky y me hacía reír. Ella me hizo ver esto como un renacer e incluso hizo que la canción “La foto de los dos” fuera un mantra para este proceso “Regresar a mi pueblo por el camino viejo, y recoger mis pasos y empezar de nuevo. Regresar a la casa como regresa el viento, volver a abrazarte y empezar de nuevo”. Muchas personas me acompañaron en este momento. Mi familia se despidió de mí mientras me llevaban en la camilla, y vi sus ojos llenos de temor. Tomé aire y me concentré en los distintos techos por los que iba pasando la camilla hasta que llegamos a uno totalmente blanco donde me recibieron personas con mascarillas, batas y guantes. Recién ahí pude llorar todo el miedo que oculté y los doctores me ayudaron mucho.
El anestesiólogo me dijo, ¿alguna vez has probado piña colada? Sí. Pues cuando yo apreté esta jeringa, prepárate para una buena y así me dormí, riéndome.
El peor malestar que he sentido en mi vida fue el que tuve al despertar. Solo quería dormir y no podía. El primer día fue como renacer literal, intentando dormir lo más que podía, sin moverme por miedo a lastimar las heridas que tenía, sin poder hablar por el dolor. Pero ahí estuvieron, mis personas. Solo en silencio, trayéndome DVD’s y películas de Disney, echándome aromas ricos sin parar, acariciándome la cabeza, y mi papá siempre, agarrándome la mano. Esa noche vino el doctor y me paró -me asusté- y me dijo arriba, a pesar del dolor tienes que levantarte y caminar.
Yo pensé que si me paraba se me abrirían las heridas pero pude hacerlo, y con el pasar de los días todo iba siendo más fácil. Muchas personas vinieron a visitarme y mi cuarto se llenó de color. Habían globos, flores, peluches. Y cada persona que llegaba me hacía reir y me daban ánimos que neutralizaban el dolor. Incluso mi mejor amiga Machi, que fue a visitarme como doctora clown y retaba a mi verdadero doctor sobre quien sabía más de medicina y mientras ambos me revisaban.
Tuve la suerte de que mi jefe de esa época -el mejor jefe que he tenido en mi vida- Luis Angel me dio licencia adicional para que me enfocara en mi recuperación y realmente fue necesario. Consumir solo gelatina derretida, agua e infusiones por 3 semanas te hace sentir débil. Mi mejor amigo, Miguel, venía todos los días a mi casa y me llevaba al parque a que diéramos una vuelta.
Caminaba muy despacio y él tenía la paciencia de acompañar mi ritmo. Y mi familia estuvo pendiente de lo que necesité todo en este paso a paso de volver a nacer.
Luego vinieron las cremas y pollo deshilachado. Al inicio, comer dos hilachas de pollo me hacía sentir satisfecha. Y caminar me ayudaba a recuperar la fuerza. Al mes ya pude empezar a disfrutar enormemente de la movilidad de mi cuerpo, ¡podía hacer deporte y bailar! Pasé de casi no poder amarrarme las zapatillas a poder colocar mis manos en el suelo.
Los dolores fueron desapareciendo, de a pocos dejé de ir a todas las especialidades médicas que iba y me fui sintiendo más fuerte y flexible.
Y después vinieron más sorpresas, primero las mías. Elegir el tipo de diseños de ropa y colores que quería combinar para cada ocasión, empecé a utilizar tallas que nunca imaginé -suena tonto pero después de años sin poder hacerlo es una sensación increíble-. Y después, las ajenas. Cuando al ir por la calle, algunos hombres volteaban a mirarme, pero ya no para burlarse, sino para sonreírme. En los cafés las personas me trataban con mayor amabilidad, y hasta me ofrecían adicionales. Algunas personas me empezaron a coquetear y a la hora de ir a una discoteca, sacar a bailar. Al reencontrarme con personas siempre decían “que bonita eras”, “ahora estás hermosa”, “cuidado que fulanito se hizo esta operación y no le funcionó”. Nunca decían, ¡Wow que saludable se te ve! Nunca me bajonearon esas expresiones, pero sí me hicieron mucho pensar en el valor que algunas personas le dan al aspecto físico. Yo era la misma, nada cambió. Mi esencia y mi amor siempre estuvo intacto, solo cambió mi libertad corporal para expresarlo.
Mi doctor me advirtió desde el inicio los cambios que vendrían los comentarios, y sobre todo, los límites que tendría que poner. La obesidad es una enfermedad real, que debilita nuestra salud en gran medida. En Estados Unidos sus tratamientos son cubiertos por los seguros médicos, mientras que aquí son consideradas únicamente operaciones estéticas. Además, nuestra cultura es muy gastronómica. A una persona que está a dieta se le dice “come nomás, estás bien”, sobre todo porque casi todas nuestras actividades sociales están vinculadas con comida. Aquí no terminar un plato de comida es “malcriadez”, no combinar carbohidratos con carbohidratos es no “ser fiel a nuestra cultura”, y tomar otras opciones alimenticias como vegetarianas o veganas es considerado algo muy tonto por muchas personas. Pero de alguna forma esta intervención me estaba dando nuevas oportunidades en el espacio y esta vez era mi decisión cómo manejarlo.
Sinceramente, me tomó un tiempo encontrar el espacio adecuado a estos cambios. Durante un par de años, me pesé todos los días, a veces incluso hasta 5 veces al día.
Haz que entendí que, es importante cuidar nuestro cuerpo, es el envase que nos ha regalado el universo para disfrutar esta vida, es nuestra herramienta y por eso debemos cuidar que sea saludable. Pero el día que decidí que mi peso ya no dominaría mi vida, boté mi balanza.
Esta intervención fue un regalo de la vida, el primer renacer importante, me dio libertad física. Y fue un paso más cerca del resto de renaceres que he tenido y que cada vez me acercan más a mi propio camino y motivo de estar aquí.
Estoy agradecida con la vida por haberme puesto este proceso en el camino, me generó mayor empatía y sensibilidad con muchas cosas, así como reducir juicios que quizás hubiera tenido en automático si las cosas no hubieran ocurrido así para mí.
Y por sobre todo, empecé a amar mi cuerpo como herramienta de libertad para disfrutar más de la vida. Aún sigo en este proceso, aún quedan debajo de mi piel ciertas limitaciones mentales sobre si mi cuerpo es adecuado o no para cada vestimenta -solo he usado bikini dos veces en mi vida-. Pero sé que, con el tiempo, este amor se solidificará y un día será de aceptación pura.